Ayer me topé con una realidad de la que no era consciente, debe ser que la universidad y el trabajo me aíslan de todo contexto social durante las 10 horas que me llevan. Las otras 14 restantes las dedico a dormir, hacer tareas y ver toda la selección de series de Netflix. Con este ritmo de vida no tengo tiempo ni para salir a la calle, cosa que me dio por hacer la tarde pasada. Paseando por el parque, cerca de casa vi algo insólito, al menos para mis 23 años de edad.
Unos chicos de unos 15 años que por su altura parecían rozar la mayoría de edad, sentados en un banco sin mediar palabra entre ellos, parecían que estaban en una competición de haber quién aguantaba más la mirada al móvil que tenían en frente. Pensé que era la pausa rutinaria tras pasar horas y horas pegando patadas a un balón, pero por mucho que me fijé en ellos no encontraba el esférico por ninguna parte.
Pasó 1 hora de reloj hasta que, aburrido por el comportamiento anodino de los chavales decidí volver a casa para seguir Sex Education, una serie que trata sobre adolescentes que hacen algo con su vida sin pasar horas muertas delante de una pantalla.
Subí la avenida que da al metro de Usera, pensando en si la situación que acababa de ver era un hecho aislado o la generalidad de la adolescencia de hoy en día. Por lo que me desvíe del camino en pos de encontrar una respuesta. La casa de mi tía quedaba a 5 minutos del metro, un tiempo factible para un chico que vive con apenas 3 horas libres.
Nada más llegar mi tía me sacó un vaso de leche fresquito, como a mi me gustaba tomar cuando era pequeño. Tras un merecido descanso (las cuestas de Usera cuestan, valga la redundancia) fui directo a ver a mi primo de 14 años que se encontraba a apenas 1 metro de la televisión. Le saludé con dos besos, pero Juan no fue capaz de quitar la vista a la nave espacial que él mismo pilotaba a través de un mando sudado, el cuál parecía más una extensión de su mano que un control de la play 4.
Tras 30 minutos en los que me explicó en que consistía el videojuego, por lo que seguido le expliqué en que se basaba la liebre, el pilla pilla, la pared o el tuli. Todos ellos juegos populares que las generaciones de los 2000 parecían haber olvidado o no haber jugado nunca.
Mi primo sin gesticular palabra, esgrimió una mirada fría, como si lo que le explicaba no fuera con él, esa fue la respuesta a mi pregunta, una cara de indiferencia.
No me malinterpretéis con su edad yo era el mejor maestro Pokemon, pero a la vez era el que más ligaba jugando a la liebre y el mejor portero del instituto (puesto que ocupaba la mitad de la portería con mi cuerpo serrano, si si de jamón serrano por que es lo que me metía entre pecho y espalda cada tarde y ya se sabe de lo que se come, se cría). Es decir teníamos miles de cosas para entretenernos, que si balones, que si trazos, que si cartas, que si game boys, que si móviles, pero solo había una que no podía faltar en nuestras tardes libres de fin de semana, los amigos.
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